Mi abuelo vino del Norte a buscar semillas

Mi abuelo vino del Norte a buscar semillas. Por lo visto es bueno cambiarlas de sitio, que de vez en cuando las semillas viajen. Bueno, eso le gusta a todo el mundo, conocer gente, ver otros pueblos, jugar a otros juegos. Creo que mi abuelo no buscaba precisamente ver cómo se jugaba en otros sitos, aunque tenía edad para eso cuando pasaba la Cumbre con su padre para buscar semillas. Al fin y al cabo, con doce años seguro que todavía le gustaba echarse a la calle a jugar con los demás chiquillos.

Siempre salían temprano. Su madre decía: “a quien madruga Dios le ayuda”, pero eso no era recompensa para dejar la cama calentita cuando todavía no se veía ni un “fisco” de luz en la ventana. Era duro levantarse tan temprano, pero valía la pena cuando su madre lo despedía montado en la mula como a los demás, como a una persona grande. Era cuando se ponía serio y tieso como un garrote, haciéndose el fuerte. Además, todavía podía haber brujas trasnochadas. Había que aparentar.

Cómo disfruto yo con esas historias de mi abuelo, porque me dibujan lo que había en otra época donde ahora yo voy a jugar con mis compañeros: el Camino del Valle Arriba, la Casa de Esteban el Medianero. Donde nos metíamos muchas veces a escondidas buscando tesoros era en la Casa del Patio, allí sí  que me daba miedo. Pero para mi abuelo llegar a estos sitos era una alegría. Podía significar algo dulce después de haber estado comiendo sólo gofio y unas batatas frías que siempre le “enyugaban”. Aunque no todo era amargo; se emociona cuando nombra unas tortitas planas de cebada que le hacía su abuela para los viajes. Cuando salía con su padre hacia las tierras del Sur, esas tortitas eran su gran tesoro. Una vez las cuidó con tanto mimo que una le duró hasta la vuelta. ¡Sería bobo! Con el desconsuelo que pasó…

Según mi abuelo, sólo entendió el por qué de aquellos sacrificios, de tantas horas de montura, del sueño y frío en aquellas madrugadas, cuando pasados muchos años, ya viviendo en el Sur, veía  algunos paisanos suyos en sus camionetas, bien trajeados, pero más tristes. Ya venían a lo que venían y se iban al Norte. No se quedaban a dormir en casa de los amigos de Vilaflor o de Guaza. Sólo venían a trabajar  y se volvían a sus casas, pero esa forma de viajar no les hacía valorar los primeros rayitos de luz en la cara, cuando ya estaban llegando al Filo. Ver los campos amarillos del Sur era todo un descubrimiento. Qué diferentes eran de las huertas rojas y casi siempre  verdes del Tanque o de Las Abiertas.

La amistad, por lo visto, era el mejor pasaporte en esa época, porque no había pensiones, y tener a Señor Agustín en Vilaflor o a Don Frasco en Vera de Erques…eran tantos que eso sí que se me olvida. Esos sí eran amigos, porque sabían de necesidades y por eso siempre agasajaban al padre de mi abuelo como si fuesen familia. Nunca faltaba un “fisco” de paja en el granero para tumbarse al abrigo de una manta canela con una raya blanca que, según mi abuelo, vino de Cuba. Tenía algo que ver con una revolución y unos manbises, o algo así.

Ahora, cuando escucho a mi abuelo, aunque esas historias me las ha contado muchas veces, siento desconsuelo de poder viajar por esos mundos de la Cumbre montado en mi alazán, sobre la albarda que había sido antes de su hermano mayor y antes de su tío. Ahora que recuerdo, fue la misma que yo rompí un día por ver si dentro había algo de  valor. Qué pena que hubiese sido tan pequeño en aquel momento, porque ahora no lo habría hecho. Menos mal que ya he crecido.

Creo que antes la gente era más feliz, porque aunque mi abuelo me habla del frío o de que no había juguetes, tenía muchos amigos. En la Cumbre se tropezaban con las mujeres que llevaban el pescado a la cabeza, subían desde Puerto Santiago y a veces llegaban hasta Erjos, sólo para cambiarlo por papas o alguna col, o ñames. Lo que no había en un sitio había que ir a buscarlo a otro,  caminando. Mi abuelo siempre se queda repitiendo: ¡caminando! ¡caminando!

Algunas veces se encontraban con los Cochineros de Icod el Alto, con unas cestas que llaman raposas donde traían cochinos chicos que ofrecían a la gente y le decían: ¡fíjese, igualito que su madre!  O con el cura, que siempre les daba la bendición y al que luego brindaban con algo, con sus escrituras bajo el brazo y tirando de una burrita parda. Parece que al cura siempre le regalaban las burras más “es rengadas” porque siempre iba él tirando del animal; ir montado era un desespero para la energía del cura. Siempre de un lado a otro para dar misa o los últimos sacramentos a algún moribundo, un rosario en el otro pueblo, siempre iba apurado.

Mi abuelo venía del Norte a buscar semillas, pero dice que la mejor semilla no se la llevó, la sembró en el Sur: su familia. Sus hijos: Manuel, Hilario, Roberto; su mujer, abuela Lucrecia, a la que siempre envía un beso hacia el cielo cuando la nombra, mientras le regala alguna lagrimilla a escondidas.

Yo soy el más enano y creo que tengo una enorme suerte de tener un abuelo, porque escuchar sus historias es como  tener un sabio en casa. Él me puede hablar de muchas cosas que ya no están donde yo juego, pero como él me las cuenta yo las veo y mi imaginación hace mayores las historias. Al final yo también puedo hacer magia porque veo otras aventuras donde mis compañeros sólo ven el Camino Real, vacío, medio abandonado. Además, así podré contarle aventuras a mis hijos. Peor bueno, para eso hace falta mucho tiempo.

Juan Antonio Jorge Peraza

Vilaflor de Chasna, 6-III-2010